LOS PUEBLOS INDÍGENAS DE MÉXICO
100 PREGUNTAS
22.- ¿Cuáles son los recursos para el desarrollo de que disponen los pueblos indígenas?
Los párrafos en rojo se refieren a: “Lengua

Usualmente, los diagnósticos de las condiciones de vida de los pueblos indígenas suelen subrayar —con sobrada razón— la situación de marginación que los aqueja y las múltiples causas que generan y perpetúan la pobreza, la vulnerabilidad y el rezago. Cuando se trata de exaltar la riqueza de las comunidades indias se enfatiza la importancia de las culturas, cosmovisión, lenguas, fiestas y tradiciones rituales, la medicina, los diseños y, en general, peculiaridades de su rica y variada artesanía ritual, ornamental o utilitaria. Sin embargo, los recursos usados o potenciales para el desarrollo indígena son mucho más amplios e importantes; forman un todo que abarca por igual los bienes naturales y culturales. Incluso, como lo señalamos antes con una cita de Héctor Díaz-Polanco, la organización comunal misma es el principal patrimonio a considerar. Las grandes luchas reivindicativas de los indígenas fueron —y en gran medida aún lo son— por lograr la restitución o dotación de tierras, con sus animales, plantas, minerales y, sobre todo, agua, con los lugares sagrados y la mitología que contribuyen a delinear la idea misma de lo que es el territorio.

Predomina en amplios sectores del Estado y de la sociedad nacional la opinión (que va conformando planes y programas de ayuda, asistencia y filantropía) de que los indios, marginados y miserables, y ahora nómadas y trashumantes, poco o nada pueden aportar a la nación. Si los indígenas son, como atestiguan los indicadores, extremadamente pobres, entonces el Estado debe proveer programas de asistencia social, cuando no de beneficencia, para tratar de asegurar su subsistencia. Esta visión de la situación indígena ha sido también el sustento de numerosos programas de los organismos de la cooperación internacional, de las iglesias, de las organizaciones no gubernamentales e, incluso, de diversas fundaciones sostenidas por sectores del empresariado. Se ignora —o se finge ignorar— que, como dice el propio Programa Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas 2001-2006,

en México la explotación de los recursos petroleros es una de las actividades económicas de mayor rentabilidad. El 70 por ciento se extrae de yacimientos ubicados en el trópico mexicano. Los más importantes corresponden a los estados de Campeche, Tabasco y Chiapas, en municipios con una fuerte presencia indígena. La riqueza generada ha beneficiado sin duda a la nación mexicana, pero las comunidades indígenas, en su mayoría, han visto afectadas sus tierras de cultivo y sus recursos naturales. La explotación de yacimientos minerales en zonas indígenas es importante: en el estado de Chihuahua, los municipios indígenas de Guazapares y Urique aportan la décima parte de la producción estatal de oro. El municipio indígena de Huajicori, en el estado de Nayarit, aporta el 89 por ciento de la producción estatal de plomo, el 97 por ciento de cobre y el 68 por ciento de oro. Las principales presas hidroeléctricas del país: Belisario Domínguez o La Angostura, Nezahualcóyotl o Malpaso, Manuel Moreno Torres o Chicoasén, Aguamilpa, Presidente Miguel Alemán o Temascal y Presidente Miguel de la Madrid o Cerro de Oro se construyeron en regiones indígenas [ORDPI-INI, 2002: 22].

La historia del desarrollo petrolero e hidroeléctrico es ilustrativa no sólo por los desplazamientos de grandes contingentes de población indígena a que ha dado lugar, sino por la modalidad jurídica, económica e ideológica que sustenta la expropiación para "obras de beneficio social, modernización y generación de riqueza nacional". En el último medio siglo los pueblos indígenas han sido objeto de numerosos proyectos de desarrollo bajo un modelo que ha acentuado su inserción asimétrica y marginal en la economía mexicana. Este modelo ha distorsionado los objetivos del desarrollo y ha producido efectos contrarios a los declarados. Así, por ejemplo, en el terreno de las expropiaciones territoriales para obras de infraestructura no se distingue entre las que son de servicio público y beneficio social, de aquellas otras destinadas al usufructo privado. En este sentido, existe una gran diferencia entre la expropiación de terrenos para una escuela, una clínica, un hospital o una carretera cosechera (de beneficios públicos), y la expropiación territorial para una carretera comercial de alta velocidad —de construcción y administración privadas—, para un centro de desarrollo turístico internacional o para un aeropuerto (de beneficios privados directos y, de manera indirecta, públicos por la vía impositiva). Los expropiados reciben un pago en efectivo, por una sola vez, se quedan sin base territorial de sustento y marginados de la infraestructura, que no es para ellos. El acto expropiatorio —si bien legal— resulta autoritario y es vivido por la población local como ilegítimo, lo cual da pie y justificación al enfrentamiento social (Rodríguez, 2003c). El impacto verificable —o la perspectiva del impacto— de los llamados megaproyectos de desarrollo constituye un ejemplo ilustrativo del avance sobre los territorios indígenas, la exclusión de su participación en la toma de decisiones, el deterioro sin alternativas de los ecosistemas y la conflictividad social (Rodríguez, 2003a: 333-351; Rodríguez, 2003b), como lo ha señalado el Relator Especial de la ONU, Rodolfo Stavenhagen (Stavenhagen, 2003).

Y es que, en efecto, los territorios indígenas constituyen un importante patrimonio que abre perspectivas de desarrollo en diversas áreas: minería no metálica; acuacultura y pesca ribereña y de aguas interiores; generación de agua; forestal; bioprospección y biodiversidad; turismo; diseños; generación de energía y además de la producción agrícola, ganadera o artesanal tradicioanales

En relación con la riqueza vegetal, los ejidos y comunidades agrarias en municipios indígenas tienen en propiedad 60 por ciento de la superficie arbolada total de 109.1 millones de hectáreas, principalmente de bosques templados y selvas húmedas y subhúmedas.

Para la protección y conservación de la biodiversidad, la política ambiental instrumentada por el Estado ha consistido en declarar las zonas de interés como áreas naturales protegidas. En el país se localiza un total de 127 áreas naturales protegidas, 51 de ellas en zonas con fuerte presencia indígena e involucran a 48 municipios [...] Destacan las reservas de la biosfera Pantanos de Centla, Tabasco; Montes Azules (Selva Lacandona), Chiapas; Sian Ka’an, Quintana Roo; la reserva de la biosfera Sierra del Pinacate y el Gran Desierto de Altar, Sonora (To’ono Ot’tham); la reserva especial de la biosfera Isla Tiburón, Sonora (de los seris); la reserva de la biosfera Alto Golfo de California y Delta del Río Colorado, entre otras. Muchas de las áreas protegidas son sagradas y ceremoniales, con fuerte presencia de zonas arqueológicas que los pueblos indígenas reclaman como suyas [ORDPI-INI, 2002: 22-23, 65, 67].

Otro fenómeno que comienza a cobrar relevancia, y que en buena medida había sido ignorado en los estudios económicos, es el de la magnitud y el impacto de las remesas monetarias de los migrantes mexicanos en el exterior. Recientemente, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) informó que este rubro representó para México, en el año 2001, el 40 por ciento de la inversión extranjera directa. Datos de la propia Presidencia de la República consignan las cifras de las remesas en 2003 en los 13 400 millones de dólares. Como es sabido, gran parte de los migrantes mexicanos asentados en zonas urbanas o rurales de los Estados Unidos y del Canadá son indígenas, y los recursos enviados dinamizan muchas de las economías regionales.

Buscando mejorar sus condiciones de vida, desarrollando ciertas modalidades productivas (por ejemplo, agricultura orgánica, manejo integral del bosque, ecoturismo, pesca, etcétera) y tratando de insertarse en los mercados internacionales, un número importante de organizaciones indígenas —Unión Zapoteca Chinanteca (Uzachi, Oaxaca), Ejidos zapotecos del Istmo de Tehuantepec (Región de La Ventosa, Oaxaca), Unión de Comunidades Indígenas de la Región Istmo (UCIRI, Oaxaca), Pueblos Mancomunados (Oaxaca), Productores mixes de café (Oaxaca), Asociación Luz de la Montaña (Guerrero), Vainilleros de Papantla (Veracruz), Café La Selva (Chiapas), Empresa Forestal Nuevo San Juan Parangaricutiro (Michoacán) por mencionar sólo a algunas de ellas— marcan un nuevo rumbo en los procesos de desarrollo, apropiación y adaptación tecnológica e informativa, y formas asociativas, cuando menos, buscando la generación de empleos, la puesta en valor de los recursos, el manejo adecuado del medio ambiente y el crecimiento económico (Rodríguez y Zolla, 2004).

Aunado al potencial mencionado antes, las lenguas indígenas son una importante reserva de conocimientos que sólo en las últimas décadas comienza a ser valorado en términos de los procesos de desarrollo. Las investigaciones etnobotánicas y etnolingüísticas, por ejemplo, muestran que los idiomas nativos concentran una notable cantidad de información sobre la biodiversidad, y que es posible realizar procesos de selección de especies útiles (médicas, maderables, alimenticias, colorantes, insecticidas, etcétera) a partir del gran reservorio de datos y taxonomías presentes en las lenguas.